Aquí me encuentro luego de un viaje ermitañístico que realicé a la ciudad más austral del mundo, en plan de descubrir nuevos horizontes para mi no tan humilde morada. Ese es el por qué de mi ausencia en el blog, aunque verdaderamente no les debo más explicaciones que a mi loro embalsamado (que no tengo).
Les traigo aquí una nueva patología que afecta al mundo moderno. Esta vez voy a referirme a la vestimenta, particularmente al «traje» (defino como traje el vestir mínimamente camisa+corbata). Este razonamiento surge, como no podía ser de otra manera, de otra de mis incursiones en la vida social. Es el mejor método para estudiar los comportamientos de la masa, sin dudas!
Dando paso al tema de competencia, les cuento en qué consistió y cuáles fueron los resultados que obtuve.
Hace ya un tiempo atrás, cuando realizaba una investigación en el ámbito laboral (más precisamente fue para la teoría de las mujeres en Sistemas), observé una diferenciación entre la gente que usaba traje y la que no. Como no terminaba de comprender de que se trataba, procedí a rentar uno de estos curiosos ropajes y valientemente me lo calcé.
No les voy a mentir, la transformación fue inmediata. Salí a la calle y me sentí distinto, como si tuviera derecho a juzgar a aquellos vestidos de menor rango que yo; me habría juzgado a mí mismo veinte minutos atrás.
Comencé a caminar y me topé con un adolescente vistiendo pantalones excesivamente anchos y el pelo coloreado, a lo que inconcientemente pensé, «Algún día sabrás lo que es trabajar, pobre diablo». Me sentí raro… Acto seguido pasó por delante mío un linyera, sentencié «¿Creés que tu vida es dura? Yo trabajo 8 horas por día sentado en un sillón. ¡Vago!». Ahora me creía digno de codearme con esos pelados con cara de poco solidarios, quienes curiosamente eran objeto de mi desprecio.
Y así siguió la faena aunque no todo terminó ahí.
Abordé el transporte subterráneo y de repente me creí con posibilidades de conquistar a una de esas secretarias refinadas de Puerto Madero. ¿A qué me refiero? Vestido con mi habitual (y comodísima) túnica de cuero de vaca jamás habría tenido ninguna chance con una mujer de ese calibre. En cambio ahora me sentía en la cima del mundo de los galanes, uno de esos tipos que no piden la mano de una mujer sino que reciben varias, las miran, las tocan, deciden y finalmente las toman todas.
¿Había rasurado mi desprolija barba? No.
¿Había acomodado mis descontrolados pelos? No.
¿Me había cubierto en perfume? No.
Era el mismo de siempre pero dentro de un traje, sin embargo más de una simil top model de barrio me miraba con deseos (im)puros.
Siguiendo con la temática de las mujeres, no todo fue alegría para mí. Siendo yo una persona que busca más allá de la belleza gastada de las llamadas «chetas», perdí las miradas de aquellas hermosas mujeres más básicas. Justamente las que eran de mi agrado ya no me codiciaban y tuve que deducir que se debía a que no creían estar a mi altura. Mi traje creaba una pared demasiado alta de escalar, cuando yo nunca fui más que un cordón de vereda.
Pensarán que esto debía hacerme sentir bien. Nada más alejado de la realidad. No me gustó en absoluto la experiencia, una vez desnudo sentí asco de mí mismo. La trajeada me había convertido por unas horas en un ser desagradable, había traicionado unos cuantos de mis principios.
¿Tan convincentes eran aquellas telas? ¿Dónde residía la fuente de su poder?
Claro, los jefes del mundo los usan. Sería como vivir en la misma cuadra que Tony Blair.
¿Acaso yo quería eso? No lo creo, el barrio debía ser un excesivo lujo, más no quisiera vivir mirando al cielo para ver si cae algún misil aire-tierra o tierra-tierra. O incluso algún avión.
¿Qué conclusiones saco entonces de ese fatídico día en mi vida?
Bueno pues, los trajes son fabricados con elementos extraños por gente no menos rara. Hacen creer (y lo logran) que por medio de ellos se puede pertenecer al club de los poderosos, de los cancheros, de los banqueros, de los rateros. Ah no, ese último no, pero sí a cualquier club exlusivo cuya entrada cuesta vestirse así.
Por supuesto que es todo una ilusión, aquel refrán que habla de monos y de seda no miente.
Saludos,
El ermitaño.